Feijoó el antisistema o como las mentiras erosionan la democracia
La DANA que arrasó Valencia en octubre de 2024, dejando más de 200 muertos, fue una tragedia humana de dimensiones excepcionales. Con el paso del tiempo, sin embargo, se ha convertido también en un caso paradigmático de cómo una catástrofe puede ser utilizada políticamente aun a costa de erosionar la confianza en las instituciones democráticas. A la luz de los hechos conocidos, el papel desempeñado por Alberto Núñez Feijóo y por la dirección del Partido Popular merece una crítica clara, fundamentada y necesaria.
Durante los meses posteriores a la DANA, Feijóo y distintos portavoces del PP sostuvieron reiteradamente un mismo marco discursivo: que el Gobierno central no estuvo a la altura, que no reaccionó con la rapidez necesaria y que la Generalitat Valenciana fue dejada sola en los momentos más críticos. En declaraciones públicas se habló de “ausencia del Estado”, de ayudas tardías o insuficientes y de una supuesta falta de coordinación imputable al Ejecutivo de Pedro Sánchez.
Ese discurso no se limitó a cuestionar la eficacia de la respuesta —algo legítimo en democracia—, sino que trasladó a la opinión pública la idea de que las instituciones del Estado fallaron de forma estructural. En algunos momentos se insinuó incluso una negligencia política deliberada, reforzando la percepción de que el Estado no cumplió su función básica de protección.
Sin embargo, los mensajes intercambiados el mismo día de la DANA entre Carlos Mazón, president de la Generalitat, y el propio Feijóo —incorporados a la investigación judicial— desmienten ese relato. En esas comunicaciones privadas, Mazón informa de la gravedad extrema de la situación y, al mismo tiempo, reconoce que el Gobierno central estaba informado, en contacto y a disposición, con disponibilidad de recursos estatales. No aparece en ellos ningún escenario de abandono ni de desconexión institucional.
La contradicción es evidente. Mientras públicamente se sostenía durante meses un relato de ausencia del Estado, internamente se asumía una realidad distinta. Esta discrepancia no es un simple matiz: afecta al núcleo mismo del discurso político trasladado a la ciudadanía.
La perspectiva de la teoría democrática
Desde la teoría democrática, este tipo de prácticas resulta especialmente preocupante. Autores como David Easton subrayaron que la estabilidad de una democracia depende del llamado apoyo difuso: la confianza básica de la ciudadanía en que las instituciones son legítimas y funcionan razonablemente bien, incluso cuando se discrepa del gobierno de turno. Cuando ese apoyo se erosiona, el sistema entra en una fase de vulnerabilidad.
De forma similar, Jürgen Habermas advirtió de que la democracia requiere una esfera pública basada en la deliberación informada y en hechos compartidos. Cuando los actores políticos sustituyen los hechos por narrativas estratégicas, la deliberación se degrada y el espacio público se convierte en un terreno de propaganda, no de rendición de cuentas.
Por su parte, la literatura sobre confianza institucional (Rothstein, Levi) muestra que cuando las élites políticas desacreditan de forma sistemática a las instituciones, se produce un círculo vicioso: menor confianza ciudadana, menor cumplimiento de normas y menor eficacia del propio Estado. El resultado es una democracia más frágil y menos capaz de responder a crisis futuras.
Por qué desprestigiar a las instituciones es peligroso
Desprestigiar deliberadamente a las instituciones para perjudicar al partido que gobierna genera varios riesgos concretos:
Primero, erosiona la confianza ciudadana. Si se instala la idea de que el Estado no responde, que la administración es inútil o partidista, la ciudadanía deja de confiar en los mecanismos democráticos. Esto alimenta desafección, abstención y cinismo político.
Segundo, normaliza la mentira estratégica. Cuando se acepta que es legítimo sostener públicamente versiones incompatibles con la información conocida en privado, la política deja de basarse en hechos y se convierte en un ejercicio de construcción de relatos sin anclaje en la realidad.
Tercero, compromete la gestión de futuras emergencias. En situaciones de crisis, la credibilidad institucional es esencial para que la ciudadanía obedezca alertas, confíe en las autoridades y coopere. Si esa credibilidad ha sido erosionada por intereses partidistas, la capacidad de respuesta se debilita.
Cuarto, abre la puerta al cuestionamiento del propio sistema democrático. Cuando las instituciones son presentadas como ineficaces o corruptas de forma generalizada, se socava la legitimidad del Estado como marco común.
¿Quién se beneficia del descrédito institucional en España?
Paradójicamente, el descrédito de las instituciones no beneficia principalmente al adversario político directo, sino a aquellos actores que construyen su discurso sobre la idea de que el sistema es irreformable o ilegítimo.
En el contexto español, los principales beneficiarios potenciales de esta erosión son:
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Formaciones de extrema derecha, como Vox, cuyo discurso se apoya de manera recurrente en la deslegitimación de las instituciones, el cuestionamiento del Estado autonómico y la idea de que el sistema democrático está “secuestrado” o “corrupto”.
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Opciones populistas antisistema, de distinto signo ideológico, que se nutren de la desafección y del mensaje de que “todos los partidos mienten” y “las instituciones no sirven”.
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Movimientos que promueven soluciones autoritarias o plebiscitarias, presentadas como alternativas a unas instituciones desacreditadas.
Desde este punto de vista, resulta especialmente problemático que un partido que aspira a gobernar y que se presenta como constitucionalista contribuya, aunque sea de forma indirecta, a alimentar el mismo clima de desconfianza del que se benefician fuerzas abiertamente antisistema.
Un problema ético y democrático
En el caso de la DANA, el problema no es solo que el PP criticara al Gobierno, sino que lo hiciera manteniendo públicamente una versión incompatible con la información que manejaba internamente. Eso transforma la crítica legítima en desinformación estratégica, y el control democrático en propaganda.
La gravedad se multiplica por el contexto: una catástrofe con cientos de víctimas mortales. Instrumentalizar ese dolor colectivo para desgastar al adversario, aun a costa de dañar la confianza en el Estado, supone cruzar una línea ética que ningún dirigente con auténtico sentido institucional debería traspasar.
Feijóo ha construido su imagen sobre la moderación, la solvencia y el respeto a las instituciones. Precisamente por eso, su actuación en este episodio resulta especialmente decepcionante. Un líder con aspiraciones de gobierno tiene la obligación de anteponer la verdad y la lealtad institucional al beneficio partidista inmediato, incluso —y sobre todo— cuando está en la oposición.
La democracia no exige unanimidad ni silencio. Exige algo más básico: hechos compartidos, honestidad política y lealtad institucional. Cuando esas bases se sacrifican, el coste no lo paga solo un gobierno, sino el conjunto del sistema democrático. En el caso de la DANA de Valencia, el Partido Popular optó por el desgaste antes que por la responsabilidad. Y esa elección tiene consecuencias que van mucho más allá de cualquier ciclo electoral.
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